martes, 3 de abril de 2012

Entrenamiento


Aprender no es almacenar cosas en la memoria, sino usar lo guardado, unirlo, pensar a partir de ello 

Entrenarse es una exclusiva humana de la que depende nuestro progreso. Por eso, me resulta sorprendente que se relacione casi exclusivamente con el mundo deportivo. Entrenarse es fortalecer, desarrollar o perfeccionar ciertas competencias con vistas a un fin. Proyectamos –es decir, lanzamos– una meta o un ideal delante de nosotros y para alcanzarla tenemos que entrenarnos. Los animales se ejercitan, no se entrenan, porque no conocen el fin. Por eso no progresan, se limitan a repetir rutinas multiseculares. Los humanos tenemos todos un impulso olímpico: citius, altius, fortius. Más lejos, más alto, más fuerte. Sócrates fue un entrenador y suelo recomendar a mis colegas docentes que se consideren entrenadores. Así recuperaríamos aspectos esenciales de la educación. Recordaríamos que aprender no es almacenar cosas en la memoria, sino saber hacerlas. Una de ellas, por supuesto, es repetir lo almacenado, pero es la destreza más pobre. Más importante es saber aplicar lo guardado, combinarlo, pensar a partir de ello.
Tradicionalmente, la educación ha consistido en fomentar la adquisición de virtudes y para eso hace falta entrenamiento. En griego, virtud se decía areté. Recuerdo que hace años vi en la librería de una estación un libro titulado así, Areté. Era barato y lo compré sin abrirlo porque perdía el tren. Pensé que era un libro de ética, pero resultó ser un tratado de gimnasia. La virtud tenía, en efecto, este carácter deportivo, y su entrenamiento era una ascesis, palabra que significaba “ejercicio para mejorar”. En el mundo oriental el entrenamiento era imprescindible para la realización personal: baste recordar la búsqueda budista de la iluminación, las prácticas zen o el bujutsu, el conjunto de artes marciales que tenía como objetivo el autocontrol del cuerpo y del espíritu, es decir, la libertad. Considerarnos entrenadores nos haría tomar conciencia a los docentes de que no hay aprendizaje sin ejercicio, que nosotros sabemos cómo hay que hacer las cosas, pero que son ellos –los alumnos, los atletas– quienes tienen que hacerlas, y que el ideal es que las hagan mejor que el entrenador. Messi juega mejor que Guardiola y Cristiano Ronaldo mejor que Mourinho.
La etimología de la palabra entrenar nos remite al francés entraineur, y esta al latín: “Hacer que alguien arrastre algo”. La historia humana puede verse como un gigantesco y persistente entrenamiento. James Flynn demostró que el cociente intelectual de la humanidad mejora tres puntos cada década. Los récords deportivos son continuamente superados. Hoy, un buen corredor de cien metros libres iguala las marcas de un campeón del mundo de hace quince años. Alumnos de conservatorio pueden interpretar hoy piezas que hace pocos años estaban reservadas para dos o tres virtuosos. No han cambiado las características físicas, sino los modos de entrenarse.
En la actualidad se ha generalizado el entrenamiento. El coaching es omnipresente. Empresarios, ejecutivos, políticos tienen su entrenador personal. En el terreno religioso siempre han existido los directores espirituales. Buda afirmó que no se podía progresar sin un maestro. Y el monaquismo cristiano, también. En la sociedad laica fueron sustituidos por muchos terapeutas, convertidos en consejeros vitales. Ahora vivimos el auge del coaching, una prueba más de que hemos entrado en la era del aprendizaje. Somos aprendices vitalicios y esto nos rejuvenece a todos.
Antonio Marina.  La Vanguardia

Motivar


hay dos maneras de motivarse: una a través de la emoción, la otra fórmula, mediante la razón 

Imagínese que encuentra en la calle a una persona pidiendo, con un cartel que dice: “Un poco de motivación, por favor”. ¿Qué pensaría? Posiblemente le parecería absurdo y apresuraría el paso, sin saber qué hacer. Sin embargo, no estoy  seguro de que la petición sea disparatada. Tal vez porque en las aulas los profesores nos encontramos continuamente con esa petición: “Por favor, motíveme”. Es difícil saber lo que el mendigo y mis alumnos  están pidiendo. La palabra motivación forma parte de nuestro léxico cotidiano, que manejamos con soltura e inconsciencia. Hemos olvidado que es un término muy reciente, y que su significado es tan confuso que en los años sesenta estuvo a punto de desaparecer de los libros de psicología. Pero ha triunfado, lo que ya de por sí es muy relevante, y todos queremos motivar o ser motivados. Se ha extendido la idea de que no se puede hacer nada si no se posee esa energía mágica. Cuando alguien nos dice que “no está motivado” sentimos hacia él una gran compasión, que es la que nuestro peculiar mendigo intenta aprovechar. En este punto, me asalta una duda. Imagine que un día llama a un fontanero para que le arregle un grifo. El fontanero le hace una chapuza mala y cara y usted va a protestar. El fontanero le responde: “Mire usted, es que ayer no estaba motivado para arreglar grifos”. ¿Le parece suficiente excusa para su desaguisado? Hace poco leí en un libro dirigido por Albert Ellis, un prestigioso psicólogo estadounidense, la siguiente afirmación: “ya es hora de que digamos a nuestros clientes (es el nombre que se suele utilizar para designar a los que acuden a la consulta de un psicólogo americano) que se puede realizar una acción aunque no se tenga ganas de hacerla”. He leído la frase varias veces, porque no creía lo que estaba viendo. Entonces, ¿qué les han estado diciendo a los clientes hasta ese momento? Pues una cosa a la vez evidente y tramposa: que no se puede realizar una acción si no se está motivado para hacerla. Ahora me explico que se quisiera expulsar esta noción de la psicología. El asunto me ha intrigado tanto que acabo de escribir un libro sobre él, que es lo que hago cuando no sé nada sobre un asunto que me apasiona. Así aprendo. Lo que he descubierto es que hay dos tipos de motivaciones. Una, sentida emocionalmente. Otra, pensada a palo seco.  Aquella es una energía que lanza a la acción, que resulta querida, amorosamente deseada. La pensada, en cambio,  debería dirigir la acción, pero no tiene fuerza. Ya saben la poca influencia que ejerce sobre quien tiene miedo a volar, saber que según las estadísticas el avión es el medio de transporte más seguro. Parece que nuestro cerebro tuviera un error de diseño, como si el motor de un automóvil no tuviera relación con el volante. Racionalmente sé que tengo que adelgazar,  hacer ejercicio,  dejar de fumar, pero me molesta. En ese sentido, todos somos neuróticos según el chiste. “La diferencia entre un psicótico y un neurótico es que aquel está seguro de que dos y dos son cinco. El neurótico sabe que dos y dos son cuatro, pero no le gusta”. Que no nos guste lo que es racionalmente bueno nos ha obligado a hacer miles de componendas mentales. Volvamos al mendigo del principio. Ha cambiado su cartel. El nuevo pone: “Un poco de ánimo, por favor”. Quedo perplejo. ¿Es el mismo cartel u otro diferente? La próxima semana les hablaré del ánimo. Y para intrigarles y motivarles a leerme, les diré que el ánimo es un caballo.
José Antonio Marina  La Vanguardia